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Dr. Abraham Gómez R.

Miembro de la Academia Venezolana de la Lengua

Miembro del Instituto de Estudios Fronterizos de Venezuela (IDEFV)

Asesor de la Comisión Especial de Defensa del Esequibo y la Soberanía Territorial

Asesor de la Fundación Venezuela Esequiba

Primero, antes de entrar en las consideraciones centrales de estas reflexiones, deseo expresar mis infinitas y profundas congratulaciones a la digna representación, orgullo de nuestra patria venezolana, ante la Corte Internacional de Justicia: a la Dra. Delcy Rodríguez, al historiador Samuel Moncada, a la Dra. Esperanza Calatayud, al Dr. Antonio Remiro Brotons, Dr. Paolo Palchetti, Dr. Christian Tams, Dr. Alfredo Orihuela, Dr. Carlos Espósito, Andreas Zimmermann y a todos los demás excelentes profesionales del Derecho.

Cada tejido discursivo estuvo denso, contentivo de una inocultable e irrebatible realidad histórica, jurídica y cartográfica; suficientemente documentado.

Venezuela toda – sin diferenciaciones—ha cerrado filas en este caso litigioso.

Prestemos ahora atención a lo siguiente: luego de las endebles exposiciones de la contraparte guyanesa en La Haya ha aflorado demasiada desesperación en el gobierno de ese país; tanto que, su presidente Irfaan Ali acaba de hacer un llamado de emergencia a soldados y veteranos a defender la integridad territorial.  Resultan demasiados obvios los comentarios que se pudieran adelantar al respecto.

Nuestro país   ha enfrentado cualquier   expresión anacrónica de explotación inhumana e irracional, en cualquier lugar del mundo donde se haya presentado.

Una cosa es nuestra irreductible doctrina y lucha por la descolonización de los pueblos oprimidos por los imperios, y otra la pasividad y la dejadez ante la ignominia; o permitir que   nos despedacen nuestra extensión territorial, como la han pretendido imperios de ayer de hoy, de cualquier signo político e ideológico.

En base a tales designios justificadores de libertad y emancipación fue por lo que nos   hicimos —en aquel entonces– solidarios con la recién creada República Cooperativa de Guyana, cuando alcanza su independencia   el 26 de mayo de 1966; a pesar –indisimuladamente– de las marcadas contradicciones del Reino Unido para conceder autonomía político-administrativa a este pedazo de tierra que denominaban Guayana Británica. Hoy Guyana nos paga con una demanda ante la Corte Internacional de Justicia.

El Imperio Inglés se remordía al verse obligado por la ONU – mediante aprobado proceso de descolonización– a tener que tomar la señalada decisión.

Precisamente, fue Venezuela el primer país en conferirle reconocimiento internacional a Guyana, el mismo día en que nacía ante el mundo como Estado Soberano. Hubo que soportar muchas opiniones contrarias a lo interno y desde el exterior que aconsejaban no hacerlo; por cuanto, en el Derecho Internacional Público no existe la figura del “reconocimiento condicionado o con reservas”; y mucho menos, cuando se trata del territorio, como uno de los elementos constitutivos y legitimadores de un Estado, junto con la población y el sistema jurídico.

 Deseo citar la opinión emitida, en su debida ocasión, por eminente constitucionalista Lara Peña:

“…. al parecer la colonia inglesa, llamada Guayana Británica había dejado de ser un negocio rentable para el Reino Unido, y se había convertido en una carga económica progresiva; por eso querían desprenderse; no porque querían hacer justicia. Fue entonces, en tales circunstancias que los venezolanos perdimos la oportunidad de que se nos hiciera justicia; al pedir primero, antes de darles el reconocimiento, la reparación del daño y la restitución de lo que nos fue robado. Reparación que debía hacerla el país que había cometido el hecho delictuoso y no dejárselo a quien le sucediese…”

Venezuela, no obstante, antigua colonia española, siempre ha mantenido el blasón anticolonialista.

Igualmente, nos llenamos de supremo orgullo nacionalista cuando proclamamos ante el concierto de los demás países del mundo que la Política Exterior de Venezuela –no obstante, los gobiernos de distintos signos—se ha estructurado, permanentemente, con base a los resultados del glorioso pasado histórico, que nos confieren bastante sustentación como Nación-Estado. A lo anterior, agreguemos además las circunstancias del presente que vivimos en el cual nos asentamos y perfilamos para seguir/salir adelante, con todas las limitaciones confrontadas; y debe complementarse la Política Exterior con los hechos contingenciales que pudieran acaecer, previsiblemente, en el futuro.

Resultó vergonzoso ver en las Audiencias Públicas a la delegación guyanesa y a los abogados que la representan esgrimir en sus exposiciones – en una reiterativa vertebración— hacer una defensa a ultranza al “Imperio Inglés” – precisamente el causante de la controversia, en la que ahora nos encontramos.

Cada intervención apuntaba en el mismo sentido: dejar a salvo al Reino Unido en este pleito.

 Se le vieron demasiado las costuras – y las componendas–; porque, el “Imperio Inglés” debe hacerse parte del juicio, en su condición de firmante y corresponsable del Acuerdo de Ginebra del 17 de febrero de 1966, con el cual se determina la condición de írrito y nulo, y por lo tanto inexistente el Laudo Arbitral de París, de 1899, donde ellos, en ominosa componenda con el ruso prevaricador DeMartens, nos perpetraron el alevoso desgajamiento de una séptima parte de nuestra geografía nacional.

Es el mismo Imperio Inglés—el de antes como el de ahora (rehuyendo su responsabilidad)—que nada descubrió ni pobló, ni civilizó desde el principio en América; se limitó a la función del que recoge (y roba, en este caso) lo que no siembra; del que se aprovecha de lo que ningún esfuerzo le ha costado.

En el pasado Acto Procesal en la Corte, el Reino Unido puso a la orden de la contraparte en contención a quienes ellos suponían densamente preparados en este asunto litigioso, y fue un estrepitoso fracaso; no tuvieron los resultados que esperaban.

La expectativa mundial percibió a tales juristas con manifestaciones timoratas; con discursos perdidos, sin fundamentación en lo que estaban exponiendo; incluso amenazantes con desempolvar las memorias de DeMartens –para alegar qué– si fue este abogado justamente quien fungió como presidente del jurado arbitral y tramó el ardid de colusión contra Venezuela.

Cuando ya este pleito ha escalado ante la Sala Juzgadora de la Naciones Unidas, y ya somos parte del “juicio” se hace preciso destacar el significativo aporte para el mundo del reconocido jurista sueco Gillis Weter, quien, en un enjundioso estudio de cinco tomos, denominado “Los Procedimientos Internacionales de Arbitraje” (Edición-1979); precisamente en su 3er. tomo, dedicado al arbitraje entre Venezuela y la Gran Bretaña, concluye que:

“…Ese laudo Arbitral constituye el obstáculo fundamental para que se consolide la fe de los pueblos en el arbitraje y en la solución de controversias por vías pacíficas. Tal sentencia adolece de serios vicios procesales y sustantivos, y fue objeto de una componenda de tipo político”

la anterior cita viene a propósito; por cuanto, los coagentes guyaneses y sus carísimos abogados insistieron “machaconamente” en su réplica que la Corte declare — según sus “competencias jurisdiccionales”—que la decisión del Laudo constituyó una “liquidación completa, perfecta y definitiva” en todas las cuestiones relacionadas con la determinación de la línea fronteriza entre la excolonia británica y Venezuela.

En concreto, solicitan que se declare la decisión arbitral, contenida en el cuestionado Laudo, como Cosa Juzgada y ejecutoriada por nuestro país. No hubo más argumentación o elementos nuevos. Ninguna mención al Acuerdo de Ginebra.

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