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M.G. Hernández

Hablar del pasado es reconocer nuestras raíces y enseñar con orgullo nuestra cultura. Muchos maracuchos ignoran por ejemplo que, nuestra ciudad fue conocida antes del petróleo por los saqueos inmisericordes de los codiciosos mercenarios, muchos de ellos al servicio de España y de otras potencias que pescaban en rio revuelto y en contra del reino peninsular.

Desde el siglo XVI, Maracaibo, puerto pobre de riquezas y peor defensa, fue atacado por innumerables piratas que buscaban insistentemente las rutas que los llevaría a encontrar el mito delirante creado por los españoles, El Dorado.

Los reinos europeos, tomaban parte en la rapacería usando cualquier desalmado marino apertrechado en Jamaica; nido de innumerables ratas que deambulaban con sus carabelas, sembrando el terror en las costas caribeñas. La historia nos narra algunas odiseas, siendo una de la más violentas la del sicario Morgan, que solo dejó en esta tierra su nombre convertido en adjetivo; y es que la palabra “muérgano” se sigue usando en el Zulia, para señalar alguien tan malvado e inescrupuloso como él. Este desalmado filibustero, no solo saqueó el puerto y su gente, sino que burló audazmente a los españoles que custodiaban la barra para huir al mar abierto satisfechas su codicia y paranoia.

Fueron muchas las invasiones. Cientos de barcos y marinerías espantaban a los nativos pues las embestidas en búsqueda en oro, plata, tabaco, azúcar y esclavos eran siniestras y sangrientas .El pánico cundió y se incrustó en la médula de todos los habitantes de la naciente ciudad, por lo que, seguros de no ser defendidos y sin la pericia necesaria para defenderse, desde los hacendados hasta los más pequeños comerciantes, comenzaron a enterrar en los patios de sus casas botijas llenas de oro y joyas; única forma práctica y segura que instauraron para resguardar los valores. Los que no tenían terrenos, horadaban en las gruesas paredes de bahareque una especie de hornacina para lograr esconder los pocos o muchos valores que poseían.

Y… esto trae a mi mente otra anécdota familiar. Sucedió en la casa de las hermanas Rosa y Etelvina de la calle derecha, la cual me hizo comprender que la riqueza fácil no estaba convenida en esta familia no importando las veces que la fortuna tocara a su puerta. Increíble pero cierto, el fenómeno del muertito de la Casa de Corredores, (artículos anteriores) no fue el único asombroso en las casas del Saladillo que alguna vez ocupara algún miembro de la familia García.

Empezó esta historia un día cualquiera. Rosa, visto el deterioro que el tiempo y la humedad habían causado a la pared de fondo del comedor, buscó el consentimiento de su hermana para usar una cantidad de sus ahorros en repararla. Ellas, ocupadas en sus tareas cotidianas, encubrían el estropeo colocando par de vitrinas donde guardaban lo que quedaba del patrimonio familiar y cuidaban con gran esmero. Una longeva vajilla de porcelana, enseres varios y un juego de café de plata, únicas e invaluables posesiones que habían dejado los ladrones que las visitaron cuando viajaron a Mérida de vacaciones dejando el hogar desamparado. Mi madre me contaba que, la cuantiosa perdida se debió a la terquedad de sus tías de no llevar tales riquezas al banco. Fueron varios los frascos colmados de morocotas que cargaron los amigos de lo ajeno. Prosiguió mi madre contándome con marcada admiración, del mueble que, según las hermanas era impenetrable y donde con enorme confianza guardaban ese gran tesoro en monedas de oro. Era un mueble bellísimo, hecho con inusitada creatividad por su bisabuelo, donde la seguridad de las gavetas se confundía porque las cerraduras no estaban en las mismas sino disimuladas en los costados. Esta genialidad del ebanista, ocasionó para males la destrucción de su obra, pues los malhechores le cayeron a martillazos quedando convertido en madera para fogón. Me explicó, que mis tías abuelas no cesaban de lamentarse por la fortuna perdida y el gavetero, puesto que lo vinieron cargando en su travesía al cruzar el Atlántico buscando mundos de paz. Así mismo aconteció. Su madre y hermanos tardaron horas amarrando telas alrededor de varios muebles que Doña Elvira insistía en traer con ella, y que, pese a que serían metidos en cajas de madera, quería estar segura de que nada les pasaría en caso de tormenta, sobre todo al gavetero y al piano. Muchos años después me explicaba Tía Etelvina, quien fuera gran pianista que, el poseer este instrumento era casi una norma en la España de finales del siglo XIX   

Pero es que esto no fue todo, los rufianes no conforme con el afortunado hallazgo, procedieron a entrar en la pequeña capilla de la vivienda para despojar a los santos de todas las ofrendas de oro que también venían de la península europea, y que reposaban sobre los brazos de las imágenes junto a las de los devotos criollos que, habrían recibido la bondad de solventar sus problemas y penas, mediante la intermediación de los santos de las tías.

Poniendo a un lado la irreverencia y total falta de pudor de los intrusos, me referiré a una humilde talla de San Antonio de Padua que se hallaba en esa misma capillita y que me enamoró al verla. Fue labrada igualmente por mi tatarabuelo, me fue legada muchísimos años después y, aún la conservo con algunos de los vetustos milagros de latón que no interesaron a los ladrones.

Pero volvamos a las paredes dañadas del comedor.

Rosa, recibió dos sujetos que, recomendados por el oficioso tendero de la esquina, se aparecieron muy temprano en la puerta con sus camisas tiesas de almidón y un talego en bandolera donde guardaban sus aprestos de albañil. Siendo las tías, total ignorantes del repello, se pusieron de acuerdo en el coste del remedio, e inmediatamente el par de hombres pusieron manos a la obra.

Ya casi al medio día, Rosa salió de la cocina para ver cómo iba el trabajo y ofrecerles almuerzo a los esforzados trabajadores, pero se consiguió con las “vitrinas” puestas de nuevo en orden contra la pared y las bolsas con las palas, llanas, niveles, etc.etc. en el suelo. Sin ningún resquemor, se devolvió a la cocina para terminar con la cocción de los alimentos reflexionando sobre la idea de que, debió de haberles avisado temprano que les ofrecería almuerzo. En ese momento, oyó que la puerta de la calle se abría y se devolvió creyendo que regresaban, pero no eran ellos sino Etelvina que llegaba acalorada de su diligencia en la casa The Best.

Pasó la tarde y la noche. Al otro día, Etelvina salió muy temprano a hacer diligencias. Rosita, sola en la casa daba vueltas preocupada porque los obreros no llegaban. Ya al mediodía, no aguantó más y se fue a la tienda a hablar con el dueño.

—Oiga señor Fulano, ¿sabe dónde están los albañiles que me recomendó?

—No señorita Rosa.

—¿Pero usted no los conoce?

—Bueno, sí. Ellos han trabajado en varias casas por aquí y me han dicho que son muy buenos. ¿Qué le paso?

—Bueno, es que desde ayer a mediodía se fueron, dejaron sus cosas y no han vuelto.

—No puede ser, ¿Y dejaron sus cosas? Entonces algo les pasó. Déjeme hablar con Alberto que sabe dónde viven a ver qué me dice y voy hasta su casa a decirle.

Pero tal cosa no hizo falta, pues en ese momento Alberto, quien era el repartidor y ayudante, aparecía en la puerta. Nervioso al oír lo acontecido explicó que, no veía a sus vecinos desde el día anterior cuando los acompañó en el autobús. Entonces, Rosa aún más intranquila, regresó a la casa pensando en lo que pudo ocurrirles.

Llegó la tarde y Etelvina sin comer más cuentos, hizo llegar a mi madre la noticia de lo que pasaba. Avisado mi padre, enseguida llamó a uno de sus empleados para que lo acompañara recelando el hecho. Al llegar, entre ambos movieron las vitrinas para ver lo que habían hecho.

Oh sorpresa!!! En la pared desnuda se podían observar tres oquedades de distintos tamaños, de bordes indefinidos y entre ellas una palabra repetida que se podía leer claramente, escritas una sobre la otra en forma de cruz: TRINITAS.

Todos en la habitación quedaron mudos hasta que Etelvina dijo en tono de disgusto: ¿Hasta cuándo?

Mi padre, según cuentan, abrazó a mi tía y le dijo que debían dar gracias porque no les habían hecho daño y que no se preocuparan por la pared, pues él mandaría a un hombre de confianza a arreglarla. Sin embargo, al llegar a la casa señaló a mi madre que, con toda seguridad, los tipos habían sacado de los huecos en la pared botijuelas llenas de oro.

Se puso la denuncia y Alberto fue detenido y cuestionado un día entero, pero el pobre no sabía nada y se dijo que hasta mojó los pantalones.

Requisaron su vivienda y las de los obreros donde tuvieron que tumbar las puertas para entrar porque nadie contestaba. Allí, todo parecía estar en su lugar menos los cuartos donde había ropa sobre la cama y los escaparates abiertos de par en par se mostraban muy vacíos. La policía montó guardia en la cuadra por más de una semana y los susodichos nunca aparecieron.

Agradeciendo el antojo de los lectores por más historias familiares, termino esta aclarando su título: “Por qué tantos fantasmas en el Saladillo”.

Contaban que, las almas en pena vagaban tratando de conseguir quien sin miedo estuviera dispuesto a ayudarlos a sacar lo que habían enterrado para descansar en paz. Las leyendas urbanas que quedaron para la historia, refieren que, muchos obreros contratados para derrumbar el famoso barrio se saltaron los trabajos porque consiguieron oro enterrado y resolvieron sus vidas.

Así, me lo contaron…

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