Por: M.G. Hernández
Cuando leí “Los siete maridos de Evelyn Hugo, entre las divas que vi dibujadas en las páginas sin duda alguna estaba Lana Turner. Una actriz que no dejó actuaciones magistrales, pero si, una peli de cine negro que en 1946 marco hito por su sensualidad, taquilla e indudablemente por el movimiento de cámaras de su director Tay Garnett; me refiero a “El cartero llama dos veces”. Además, de otras varias películas entretenidas y una triste historia que ocupó grandes titulares en la prensa farandulera del orbe, en la década de los años 50.
De un hogar sin fundamento, nació Lana, que no era Lana, ni tampoco rubia; era Julia Jean, una castaña muy guapa cuyo padre era minero y buscaba entradas extras en el juego, para completar los gastos de la casa. Vicio desquiciado que lo llevó a morir a golpes en una esquina. Igual incoherencia, inmadurez y escasa autoestima marcaría la vida de Julia Jean. Hay anécdotas de su juventud que son increíbles, como cuando la familia se mudó a San Francisco y al descubrir ella que el puente Golden Gate no era de oro puro, sufrió una crisis de llanto.
Vivió la época dorada del cine donde las mujeres bellas y sexis que lo permitían, eran ensalzadas al mismísimo firmamento junto a las estrellas a un costo muy alto: su privacidad y libertad. Los estudios no solo aportaban dinero y fama, sino que dirigían sus vidas de acuerdo a los intereses que, provenían por supuesto de la taquilla y la “complacencia” con los magnates o representantes. Pero esas normas eran algo flexibles, cuando se trataba de figuras despampanantes con largas filas de admiradores que aseguraban grandes entradas a los estudios. Estas divas cubiertas con una gruesa capa de vanidad, vivían en un mundo exclusivo, un firmamento donde lo único verdadero era el oropel que las rodeaba. Algunas de estas primerísimas mostraban tener inteligencia y dignidad, cerrando con fuertes cerrojos sus vidas privadas. No así sucedió con Julia Jean, que, al pasar a ser parte del Olimpo Hollywoodense por decirlo acertadamente, se convirtió en la rubia platinada, el “sex symbol” que debía sustituir a Jean Harlow para la M.G.M.. Y así surgió la rutilante Lana Turner, quien vivió para la botella y los hombres guapos hasta una edad muy avanzada. A los 61 confesó: “que al fin había madurado”. Fueron 7 los hombres que legalmente fueron a su cama, pero del palmarés de amantes solo ella lo sabría.
Sin mucho que comentar podemos hablar de sus matrimonios en menos de una cuartilla. El que llevaría algo más de tinta sería Lex Barker, quien no solo necesitaba de la bella Lana para satisfacer su “tarzánico” libido, sino que se dedicó a violar a Cheryl, la única hija de la actriz. Fueron casi tres años de violencia los que soportó la niña antes que su madre se enterara y sacara al violador a punta de pistola del hogar. También fueron diez años los que tendrían que pasar para que esta oscura historia transcendiera a los medios. Fue triste conocer como Cheryl dejó de ser niña en medio de un hogar ausente de disciplina.
Johnny Stompanato, gánster de poca monta que de dedicaba a extorsionar actrices de mediana edad, trabajo complaciente que hacía para el conocido capo, Mickey Cohen. Su valor radicaba en la pistola que llevaba al cinto, sin ella, solo tenía un físico que tenía locas a las chicas de Woodstock, donde residía.
Ese mismo año, Lana tuvo que viajar a Londres donde filmaría Brumas de inquietud con el entonces novel, Sean Connery. Tratándose de la bombshell americana y el buen mozo debutante, los medios no podían amarrar la noticia de un romance fuera cierto o no, y las fotos alusivas no tardaron en correr por las rotativas de las imprentas de muchos medios, atiborrando los kioscos, con revistas cuyas portadas llevaba la imagen de la pareja.
En California, un inseguro Stompanato enrojecido de ira y menoscabado, tomó el primer vuelo que encontró a la capital inglesa y llegó al set cual mozo engañado, para vengar su honor. Connery, oyó sus intimidaciones y mirando fijamente la pistola que amenazante ponía en su rostro, tomó la mano que la empuñaba, la torció y de un certero puñetazo mandó al oportunista a morder el polvo. Scotland Yard rápidamente tomó cartas en el asunto y expulsó al gansterillo del país.
Era tal su mediocridad que se vanagloriaba por creerse un dotado sin competencia por la medida de su entrepierna que le había ganado el mote del “Oscar”, refiriéndose a los 30 centímetros de la estatuilla. Se vino a Hollywood en el 1947 dejando una esposa recién parida a sus espaldas. Su físico y juventud logró abrirle puertas y se casó con la actriz Helen Gilbert, que aguantó solo tres meses los maltratos del “galán”, experiencia por la que exclamó “Que horror”, cuando supo del affaire con Lana.
A raíz de haber coronado con su empalagoso estilo, Stompanato sintiéndose a la altura, se atrevió a acercarse a Ava Gardner, pero le salió Sinatra que hasta le ganaba con su “entrepierna”, y le paró el trote. Siguió con Janeth Leigh, pero no paso de la puerta, al ella enterarse de su relación con la mafia. Fue entonces, cuando se cruzó con la Turner, mujer con menos prejuicios, y en un viaje que dio la estrella a las playas de Acapulco, se las ingenió para encontrarla y presentarse como Johnny Steele.
Fue oportuno el momento para el chulo. Lana a sus 37 años perdía su lucha con el vodka, la MGM la había retirado, las ofertas eran mediocres y el fin calamitoso de su matrimonio con “Tarzán” Baker, fueron precisas razones para desmoronarla. Bajo esa extrema vulnerabilidad, le era hasta necesario voltear hacia el halago de un individuo que, sin escatimar, le enviaba flores todos los días, discos o joyas. Refiriéndose a esa época, declararía en una entrevista: “Fue absolutamente considerado y comencé a sentir simpatía por él físicamente”.
Juntáronse pues, dos cerebros sin cabales y sucedió lo que estaba escrito, causa y efecto de una vida por trochas.
M.G. Hernández
Les dejó del film, “El Cartero llama dos veces”, la famosa escena del pintalabios.