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«Quien se haga pequeño como este niño, ése es el mayor del Reino de los Cielos»

Jesús de Nazareth

Escalofrío, rabia e impotencia es lo que produjo en quien esto escribe, —leer cual lapidaria reseña periodística—, el parte en las redes sociales que daba cuenta del fallecimiento por inmersión de Victoria Valentina, una niña venezolana nacida en el estado Zulia, residente en el barrio Felipe Pirela del municipio San Francisco. Ella, inocente a su corta edad de siete años sobre el desorden social, la ruina de su país, la corrupción, la falta de alimentos y otras desgracias del día a día, salió con su mamá a cruzar la frontera entre México y Estados Unidos en la búsqueda de otros horizontes donde tendría un mejor futuro. A lo mejor sus sueños de conocer a Mickey Mouse y a otros personajes de Disney tristemente quedaron en el camino de una peligrosa travesía a la que la Revolución del Siglo XXI ha obligado a miles, millones de compatriotas, en ese y otros destinos, a irse, huir de su tierra, donde tienen la opción de quedarse a resistir la pela o salir para no perecer por inanición o mengua.

Ese ángel llamado Victoria Valentina, circunstancialmente zuliana, entra en las estadísticas de otros niños, ancianos, jóvenes, mujeres y hombres de cualquier ciudad, pueblo o rincón venezolano que no sólo han perecido tratando de atravesar el río Bravo, que separa a México y Estados Unidos, sino los páramos colombianos, ecuatorianos, peruanos o la difícil y peligrosa frontera de Bolivia y Chile. También la arriesgada travesía de la selva del Darién, entre Colombia y Panamá, ha provocado demasiados decesos de migrantes nacidos en América del Sur y Centro América. Otros compatriotas habiendo llegado a sus destinos nunca más regresarán a su terruño patrio, adonde no volverán, porque desgraciadamente han sido asesinados, fallecidos
en accidentes de tránsito, laborales, causa natural o arrancados de la vida por la Covid-19 lejos de sus familias y amigos como el estimado colega, —hermano de la vida—, José Luis Zambrano, cercano a cumplir un año —9 de febrero— tras haber fallecido en el hospital El Salvador de Santiago de Chile por causas del virus chino. Victoria Valentina no pudo llegar al nuevo destino que su mamá, Mayerlìn Mayor, había pensado para su única hija. La vida de Victoria Valentina se le fue arrebatada a su adorada madre cuando las fuertes corrientes del peligroso río Bravo se la arrancaron de sus manos, cuando la fuerza del agua le hizo perder el equilibrio y le quitó por siempre a su propia vida que era su pequeña Victoria Valentina. Dolor, mucho dolor le provocó a su mamá, una docente del sureño municipio San Francisco, como a sus familiares desconsolados enterarse de la muerte por inmersión de la mimada de la casa. Mayerlin Mayor conocía de los riesgos de intentar atravesar el río Bravo, pero antes de juzgar su decisión a más de uno, —que lo habrá pensado—, le expreso como padre y abuelo que cuando no se conocen las goteras en el techo de la casa, no tenemos porqué hacer señalamientos y conjeturas malintencionadas.

Eso creo y lo digo con claridad por ser cristiano y católico. Más bien, la verdad es que es otra muerte que pudo haberse evitado si las condiciones económicas y sociales de Venezuela fueran otras y no de atraso, corrupción y de extrema pobreza que ha traído este modelo político de la fulana Revolución Bonita, donde seguramente Victoria Valentina y muchos niños y adultos no pasarían a ingresar sus nombres y apellidos a un obituario de una lista fría en forma de estadística.
Tristemente, —Dios quiera me equivoque—, pero habrá otros decesos en lo que queda de 2022 que apenas comienza sin saberse hasta cuándo este drama termine, porque así como un grifo de agua abierto, las familias migrantes venezolanas siguen saliendo a un destino final que los obligará a atravesar por rutas donde los peligros abundan. Mayerlin Mayor lo sabía. Su miserable salario de docente y demás precariedades familiares la convencieron a tomar la decisión irreversible que ya no puede regresar en el tiempo. Tampoco la vida de su hija.

Tres días antes de la tragedia que jamás borrará de su corazón de madre, la maestra Mayerlin Mayor desde la distancia recordaría que el 15 de enero fue la fecha del Día del Maestro venezolano, pero ella y cientos de sus colegas no tenían nada que celebrar.
La labor pedagógica del docente venezolano ha sido clave en la misión que cumplen de ser formadores de los jóvenes que deberán convertirse en los profesionales y conductores de los destinos de Venezuela, pero no ahora sino cuando el país tenga mínimas condiciones en la calidad de vida de sus docentes y estudiantes.
Sin embargo, los docentes en su ardua tarea y papel de actores históricos en esta revolución no han sido valorados ni es bien remunerado su sacrificio desde hace varios años. Eso se evidencia en las protestas del sector para exigir mejores salarios y condiciones de trabajo. El sueldo de un maestro no llega a 5 dólares al mes, según la tasa oficial de cambio. Los míseros sueldos y salarios no alcanzan para abastecer de comida la nevera, renovar la ropa y vestirse como Dios manda, teniendo la posibilidad de adquirir calzado nuevo y no usar el destruido de tanto caminar por no alcanzarles el sueldo para pagar el pasaje público para ir a sus centros de trabajo. Llegar a fin de mes y poder costear los gastos básicos del hogar, servicios y disponer de algo para darse un gusto especial con la familia quedó en el recuerdo. La verdad es que en su mayoría los maestros han tenido que optar por trabajos extras y, como decimos, deben matar uno que otro tigrito para poder llevar el pan a la mesa del hogar. No tienen ellos o sus hijos seguridad social, recreacional, ni atención médica garantizada. El Ipasme, creado en la IV República, dejó de ser hace un buen rato el organismo de la segura y oportuna atención asistencial
médico-odontológica de los docentes y su grupo familiar. Hoy sus sedes en todo el país son cascarones vacíos alejados de poder ofrecer a sus miembros la atención que alguna vez fue garantía a la salud y seguridad social del docente en la patria de Andrés Bello, Simón Rodríguez o el eterno maestro Luis Beltrán Prieto Figueroa.

La maestra Mayerlin Mayor es en buena medida reflejo del pesar que golpea a los docentes —activos y jubilados— hoy empobrecidos, maltratados, cansados y agotados que en la deserción a su labor social han buscado otra actividad o huyen de la tierra donde nacieron, procurando otro aire para no morir en el intento de respirar en mejores condiciones laborales y sociales que el populismo oficial les ha negado pese a haber tenido inmensos recursos económicos para hacer de este sector laboral, igual que el de la salud, mimados de un país que no progresará jamás sin buena educación y salud para todos. La maestra Mayerlin Mayor y decenas de docentes de primaria, secundaria o universitaria seguirán caminando por trochas y pasando ríos, páramos o desiertos buscando un mejor vivir para la familia que queda atrás. En la Venezuela de hoy aquello de “al maestro con cariño” es cosa del pasado.

José Aranguibel Carrasco
CNP-5003

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